Aunque nos duela somos un país bananero y otros víveres

Nos irrita porque nos sube la temperatura, cuando alguien con intención de alterar esos incómodos estados de ánimo, define al dominicano como un país bananero.

Y no es que sembrar y cosechar bananas o guineos, ni mucho menos comerlos, constituya una acción denigrante, por el contrario, en muchos países prefieren la banana o el guineo criollo como fruta de sobremesa, debido a su agradable sabor, pagando por estos un buen precio.

Esa expresión con pretensiones, burlonas, viene dada por la creencia de que poseemos un escaso coeficiente intelectual y pobre desarrollo científico-tecnológico, fruto de la baja inversión en educación.

Refuerzan su argumento perverso en que las deficiencias nutricionales, inducen a que nuestro cerebro solo alcanza para desarrollar tareas de escasa complejidad, como las actividades agrícolas y los oficios domésticos.

Bajo esos argumentos, se considera que el desarrollo de las de altas tecnologías son para los países ricos que invirtieron capitales y talentos a la formación científica de sus ciudadanos.

Ciertamente, no se equivocan quienes de esa forma nos definen, si analizamos una serie de situaciones que solo ocurren en un país como el nuestro, “bananero”, donde no existe un régimen de consecuencias, no importa quién sea el infractor, si el presidente de la República o el ciudadano de a pie.

Por eso vemos con envidia de la buena, el clima de democracia que se respira en otras naciones, sobre todo por la equidad con que se aplican las leyes electorales.

Lo que vimos en República Dominicana en el recién finalizado certamen electoral de febrero, es único en su género: Carpas levantadas frente a cada recinto electoral, donde activistas del PRM -partido en el poder- compraban cédulas a ciudadanos, a razón de mil 500 pesos, a cambio de botellas de ron y cerveza, hasta, supuestamente, porciones de drogas.

Casas alquiladas en las proximidades de estos centros, para que sirvieran como cobijo para individuos de la peor casta e intenciones más siniestras.

El informe que levantaron los observadores de la OEA y otros organismos internacionales desnudó por completo el inicuo sistema electoral dominicano. Sin embargo, por igual los ignoró el gobierno.

Sólo en el nuestro, tenemos la extraña condición de que el Presidente de la República, Luis Abinader, es también aspirante a la reelección, pero es al propio tiempo el responsable de ejecutar la ley de financiamiento de los partidos políticos.

Es decir, reparte a su conveniencia los panes y los peces, sin que medie un ente autónomo, con autoridad para cumplir con equidad esa misión.

Por eso tienen los partidos políticos que implorar, genuflexos, ante el gobierno, “su verdugo”, para que cumpla con este mandato legal, consagrado en la reforma constitucional de 1994.

Se entiende que, si la ley que busca compensar mínimamente, las desigualdades que imperan en la competencia por el poder, se hallan en manos interesadas, no se puede esperar que no maneje a su conveniencia todos los recursos provistos por la ley, más los que les provee la propia condición de presidente de la República, en una especie de ley de embudo, que solo beneficia al que está arriba.

Como ocurrió en los comicios municipales, los partidos de oposición acusan al gobierno de retener los recursos para financiar las pasadas elecciones, y solo autorizar su entrega 48 horas antes del día del certamen, que en el argot boxístico sería como maniatar al contrario para noquearlo sin dificultad.

Pero al día de hoy todavía no ha desembolsado el 0.5 por ciento del presupuesto nacional que corresponde a los partidos, faltando solo un mes y dos semanas para las elecciones presidenciales y congresuales del próximo 19 de mayo, aunque la Junta Central Electoral lo haya intimado a cumplir en dos cartas sucesivas enviadas al gobierno.

Mientras se coloca torniquetes para estrangular a la oposición, la frenética maquinaria reeleccionista no cesa, ni de día ni de noche, en cada rincón del país, “conquistando” a cuantos considere potenciales adversarios del gobierno, mediante la entrega de cuantiosas sumas de dinero en efectivo, ofrecimientos de pago de deudas, promesas de nombramiento de familiares en puestos públicos, aumentos salariales para los que prestan alguna función en el Estado y otras formas de compra del voto, que no excluye la extorsión y el chantaje para quienes se resisten a ceder a sus pretensiones continuistas.

El silencio rotundo con que el presidente responde a las advertencias de la oposición, de denunciar ante los organismos internacionales, el comportamiento malévolo del gobierno, es proverbial.

No obstante, lo hace la multitud de vocingleros, groseramente pagados con la mano generosa de su gobierno, para aporrear a una oposición que se muestra desarticulada.

Pero para seguir el hilo de nuestro tema, quiero llamar la atención de que sólo en una nación, como la nuestra, se da el caso de que un gobierno que levanta la bandera de la moralidad y la lucha contra la corrupción, sea capaz de funcionar sin una Cámara de Cuentas que audite y transparente la gestión de sus funcionarios.

No existe ese organismo de control porque el propio gobierno se encargó de dinamitar el primero, mediante un desalojo llevado a cabo a punta de fusiles, alegando que estaba permeado por la política, en tanto que el segundo fue moralmente desarticulado, con todo tipo de acusaciones, que involucró a todos los estamentos legales y congresuales.

De modo que la Contraloría General de la República redacta unos informes que más complacientes no pueden ser, en los que concluye que muchas irregularidades detectadas en cientos de “auditorías” son “subsanables”, todo para dar la sensación de que estamos ante un gobierno probo y transparente.

Así que ningún funcionario del gobierno, al que atribuyen irregularidades, tiene forma de ser sometido a la justicia para un juicio público, como ocurre en cualquier otra nación.

Podríamos llenar libros de situaciones que ocurren en nuestra República Dominicana, que, en cualquier otro país, no en el nuestro, llenarían de espanto a sus ciudadanos.

El propio incendio de la Penitenciaria de La Victoria, un monumento a la iniquidad, fue reducido a cenizas, sin que un alma sobre la tierra sea capaz de cuantificar el número de víctimas que consumieron las llamas, ni las manos que planificaron y llevaron a cabo el incendio.

Pesó más la disposición de mantener cerrada la cárcel de Las Parras, para no darle el crédito de la humanización del sistema penitenciario al pasado gobierno, que la vida destrozada de un número no cuantificado de presidiarios, al fin, seres humanos, no importa su condición.

Por igual ocurrió en otro hecho, no menos espantoso, como fue la explosión que arrancó la vida a más 40 personas en San Cristóbal, sus responsables también son escondidos por el gobierno como un secreto de guerra.

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