La Crisis Haitiana y la Parsimonia de la Comunidad Internacional 

Resulta inaceptable que, a la vista de una parsimoniosa comunidad internacional, Haití se esté desmadrando entre deprimentes problemas de salud, mala alimentación e inseguridad, con las calles en manos de 200 pandillas que secuestran, asesinan personas y trafican con drogas con absoluta impunidad.

 

Hace años que la vida del ciudadano la controla la delincuencia ante la ausencia de la autoridad, pues apenas opera una policía sin respaldo de la ley, no existe un ejército ni otros cuerpos que garanticen la paz y el orden.

 

Hoy día Haití es un país estremecido por un resurgir del cólera, una enfermedad gastrointestinal que en el 2013 quitó la vida a 8 mil personas y más de una treintena en lo que va de este período. Pero también está la criminalidad y la falta de autoridad.

 

Ambos factores constituyen una amenaza real de que los males, más temprano que tarde, repercutirán en otros países de la región, en primer lugar, en República Dominicana, por el incesante trasiego de personas.

 

Es evidente que a la vista de la comunidad internacional, representada en la Organización de Estados Americanos (OEA) y de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), una intervención con fines humanitarios y sociales solo se justifica cuando se afectan intereses geopolíticos y económicos de las grandes naciones que condicionan su operatividad, no por las secuelas de la pobreza, como las enfermedades, algunas erradicadas en el mundo, como el cólera, tuberculosis, polio y otras afecciones, ni  la creciente ola delictiva.

 

El desprecio es tal que aún persisten consecuencias del terremoto que mató a unas 300 mil personas en el año 2010, a pesar del paquete de promesas y de los golpes en el pecho de las naciones ricas.

 

Da la sensación de que esa comunidad internacional prefiere un atajo para acortar el camino, buscando soluciones a través de los dominicanos, país con el que comparte la Isla Hispaniola, pero un territorio que ya acoge a más de un millón de sus ciudadanos, con todas sus consecuencias, más malas que buenas.

 

Ya sobre los dominicanos ha recaído, por un motivo de humanidad y sentido cristiano, socorrer a miles de parturientas que cruzan la frontera, en apremiante urgencia maternal, proceso que el sistema sanitario de su país no está en capacidad de atender.

 

Según los cálculos del gobierno dominicano, la República Dominicana invierte unos 700 millones de pesos por año en atenciones para estas mujeres.

 

El ejemplo más aplicable del doble rasero de los organismos internacionales ocurrió en 1965, a propósito de que la OEA integró una Fuerza Interamericana de Paz, con efectivos aportados de todos los paises, en menos de 24 horas, para intervenir a República Dominicana en medio de un conflicto armado, consecuencia del desconocimiento de la voluntad popular, expresada en las urnas en 1962, con el derrocamiento del gobierno del profesor Juan Bosch en 1963, porque le temían a que el país cayera en manos de un régimen socialista, como había ocurrido en Cuba, seis años antes.

 

Pero, para ese «concierto» de naciones, ni el desesperante deterioro de la salud de los haitianos, ni lidiar con una delincuencia que secuestra y asesina a quien se coloque en su camino, son suficientes para movilizar a esas naciones, con el objetivo de pacificarla, si no es que afecta a sus intereses geopolíticos y estratégicos.

 

Hace años que el Consejo de Seguridad de la ONU está analizando una intervención a Haití a solicitud del presidente Ariel Henry para poder facilitar que el personal sanitario, impedido de penetrar a zonas ocupadas por las pandillas, pudiera llevar medicamentos, agua y equipos necesarios para atender el creciente número de enfermos de cólera, cosa que se ha quedado en puros intentos o como dice el pueblo en «puro allante y movimiento».

 

Se juega con el tiempo, a la espera de una solución armonizada con los diferentes sectores del país, y no intervenir militarmente, como se había solicitado, para colocar un torniquete que frene la grave situación.

 

Se ha comprobado que en Haití no funcionan instituciones, como la justicia, sino observemos que hace más un año fue salvajemente asesinado el presidente Jovenel Moïse y el ex candidato presidencial Eric Jean Baptiste y varios periodistas. 

 

Como responsable del crimen de Baptiste se cita a la banda conocida como Ti Makak, sin que se visualice la posibilidad de que se lleve a los tribunales a esos criminales. 

 

Todo lleva a que la gente se pregunte: ¿Qué falta por suceder en un país en el que se asesina a su presidente y no sucede nada?

 

Es penoso admitirlo, pero los mecanismos de la democracia que en otros países propician soluciones a algunos de sus retos y desafíos, en Haití no han funcionado. Lejos de resolver sus problemas, este país de 12 millones de habitantes ha visto agravarlos a partir de 1986, cuando fue derrocada la dictadura de más de 40 años de la familia Duvalier, integrada por el padre, médico-brujo François y su hijo Jean Claude, quienes utilizaban espantosos métodos de muertes y torturas como forma de gobierno, a manos de bandas denominadas tonton macoutes y hombres leopardos.

 

Pero Haití, un país pobre, sin nada que exportar que no sean sus oleadas de pobres, y con poco que ofrecer en el orden geo-estratégico, a las naciones que esquilmaron sus riquezas, no merece una intervención que garantice la paz y estabilidad que precisa para su desarrollo.

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