Por un debate auténtico
Aspiro a que, en un futuro no muy lejano, los dominicanos podamos presenciar verdaderos debates públicos, en los que todos los que aspiren a cargos públicos relevantes, se sometan al fuego cruzado de sus electores, de modo que asuman ante la población, como un hecho inviolable, todo lo prometido, salvo que ocurran situaciones que justifiquen su incumplimiento.
Me refiero a los programas de gobierno que enarbolan los aspirantes a cargos públicos, con el objetivo de conquistar la simpatía de sus electores, y que como ocurre con mucha frecuencia en nuestro país, una vez logrado el propósito de ascender al poder, son echados al zafacón del olvido.
En el nuestro resulta una quimera pedir que se cumplan las promesas de campaña; en otros países sí se respetan los programas, en especial en aquellas naciones que han alcanzado un relativo nivel de desarrollo democrático e institucional.
Aunque en el tema de estos “careos” voy mucho más lejos, y es formalizar como un recurso del sistema político electoral el Debate Público, para lo cual sugiero modificar la actual Ley Electoral, de modo que todo candidato que comprometa su palabra en uno de estos escenarios, asuma como un compromiso de honor, lo prometido, o de lo contrario, que sea penalizado con el rigor que establezcan las leyes que rigen la materia.
Es ya una tradición que la población ve con desagrado que el candidato, una vez ganado el favor del voto popular, empaca su programa de gobierno y lo guarda en un archivo muerto, pasando a ser una promesa de campaña más, con el agravante de que, tal vez, lo retome como argumento de campaña, si decide aspirar nueva vez al cargo.
Así ve la población, que por lo regular las promesas de los candidatos se vuelven palabras huecas que se van por las cañerías del descrédito público. No existe ningún régimen de consecuencia para quienes lo violan.
Recientemente en el país se realizó un debate que por ser el primero que se celebra, después de dos célebres debates que citaremos más adelante, ha generado muchas reacciones favorables, aunque en lo personal tengo mis observaciones sobre el mismo.
Favorables porque los candidatos se ven la cara ante un mismo público. Que se asumiría el debate como parte de la cultura política y que jamás un político que rehúya dar la cara al público, se atreverá a exponerse al escrutinio público.
Tampoco los incapacitados podrán exponerse al ridículo de evidenciar sus deficiencias ante otros que sí están preparados para desempeñarse en el puesto al que aspiran.
Pero para sacar mejor provecho de este recurso, soy partidario de que primero se defina el tipo de debate que se desea promover, pues no puede llamarse debate, un proceso que organice un sector como el de los empresarios, que por lo regular adolecen de valores, ya que son parte de los temas críticos a colocar en la mesa de discusiones.
Por ejemplo, abordar con independencia y absoluta profundidad la necesidad de discutir una reforma fiscal que aporte al fisco mayores recursos para honrar una antigua deuda con las mayorías empobrecidas.
También temas como la corrupción, el narcotráfico, inseguridad, enriquecimiento ilícito, etc.
En el pasado debate, el tema de la reforma fiscal no pudo ser abordado con la profundidad requerida, debido a que quienes organizaban el debate, los empresarios, llevan sobre sus hombros el dedo acusador de ser los principales evasores de impuestos, llegando a un monto cercano al 45 por ciento en el caso del ITBIS y casi un 50 por ciento cuando se trata del Impuesto Sobre la Renta.
Incluso se habla de que este sector priva al erario de unos 200 mil millones de pesos al año, que reciben por exenciones, exoneraciones, trato privilegiado, elusión, otras trampas y engañifas, hasta que finalmente, el propio Estado se desapega de esta deuda y concede las tan esperadas amnistías fiscales.
Estos y otros temas saldrían a flote en un debate aplicado con actores imparciales del proceso.
La historia política del país no se puede escribir sin los debates que sostuvieron en 1962, el candidato presidencial del PRD profesor Juan Bosh y el sacerdote jesuita Láutico García, y en 1978 el secretario general del PRD Hatuey De Camps y el abogado reformista Marino Vinicio Castillo. El país tuvo acceso a un espeso caudal de informaciones a través de ambos debates.
Aunque sería una carga más sobre sus espaldas creo que la organización y promoción de un debate público de candidatos deber ser responsabilidad de la Junta Central Electoral, el Defensor del Pueblo o una universidad reconocida en el país.
Con estos sectores como entes equidistantes del sistema se garantizaría la imparcialidad y objetividad de un proceso que, por sus implicaciones políticas, social y económica, debe estar excento de toda duda.